15.12.09

Los 'ingas' contra las mafias de la droga

"Hernando Chindoy, gobernador del Cabildo Indígena de los ingas, supo que habían cambiado los tiempos la noche en que vio a sus vecinos comer algo que él nunca había probado, sardinas en lata, inimaginables hasta entonces en su rincón del mundo, al extremo sur de Colombia, en el departamento de Nariño (...)

Antes utilizábamos la amapola como adorno”, dice Chindoy, “y la sembrábamos en macetas porque apreciábamos su belleza. Pero de repente miramos alrededor y vimos que toda la tierra se había transformado en un jardín y que la montaña estaba cubierta por las flores rojas”. Ahora crecían hasta en las calles de tierra del poblado, e iban reemplazando a la papa y a la alverja en las huertas caseras. También podían ser blancas o moradas, añade Sonia Amado, y recuerda que cuando las vio por primera vez, al regresar de visita a Puerres, su pueblo natal, aquello le pareció una fiesta de colores.

Con las flores llegaron gentes que les dijeron: abran los ojos, que eso es dinero en grande, la flor va a dar trabajo para todo el mundo. Los ingas se volcaron con entusiasmo a extraer el látex, tres mínimas rayas con cuchilla de afeitar en el bulbo de cada flor, y a poner una copita de las de ron para recoger las gotas blancas. Los cultivos daban leche, y la leche era bien paga. Habían llegado al pueblo los compradores: paramilitares, mafiosos y criminales de toda laya, a través de los cuales la comunidad, hasta entonces aislada y pobre, entró a hacer parte de la vertiginosa cadena de un ávido y asegurado mercado internacional.

En el nuevo negocio hubo cabida para todos, especialmente para los más marginados, mujeres y menores que con sus manos, pequeñas y cuidadosas, podían rayar la delicada flor con más eficacia que los hombres. “Los niños eran un poco más bajos que las plantas”, dice William Martínez, “y cuando estaban rayando en los amapolares no se les podía ver, se ocultaban entre las flores, sólo se descubría su presencia por el movimiento de los ramajes”.

Al calor de la bonanza, los ingas abandonaron su propia lengua, compraron radios e hicieron a un lado sus trajes tradicionales, confeccionados en lana virgen y telar manual, para echarse encima la pinta con ropa de marca. Dejaron de lado la embriaguez mística y ceremonial del yahé, o santo remedio, para ponerse unas borracheras olímpicas en las cantinas, con ron Cinco Estrellas o Viejo de Caldas. Y al tiempo con la euforia fue llegando la desgracia, y la flor bendita mostró su cara amarga.

Por andar en el embeleco de sembrarla, se habían olvidado de cultivar alimentos, que se encarecieron tanto que aunque había dinero, no alcanzaba para comer. Las guerrillas, que se ingeniaron la manera de sacar tajada custodiando los amapolares, se convirtieron en justicieros y aplicaron pena de muerte a quien incumpliera los pactos del negocio. El Plan Colombia, acordado entre Estados Unidos y el Gobierno colombiano, dispuso la criminalización de la siembra, la militarización de la zona y la fumigación masiva desde aviones, como medidas para erradicar los cultivos a la brava. Muchos adultos de la comunidad fueron a parar a la cárcel mientras en casa quedaban los niños solos. Se arruinaba quien cayera en manos de la ley, al gastar en abogados más de lo que había ganado con el látex.

Para mantener al Ejército alejado de la amapola, las guerrillas levantaron la consigna “nosotros no peleamos contra el Ejército, el Ejército pelea contra las minas”, y enterraron cientos de quiebrapatas que empezaron a estallar, quitándole la vida o las piernas a las mujeres que iban a por agua, a los niños que jugaban entre los matorrales, a los campesinos que bajaban al mercado.

“Era imposible no darse cuenta de que estábamos haciendo algo mal, algo muy malo para nosotros mismos”, dice Chindoy. Habían puesto en jaque la vida, y la comunidad se les disolvía, al perder costumbres y disolver lazos en el remolino de la novedad. “Se nos olvidó lo que los abuelos nos habían enseñado al calor del fogón”, reconoce Querubín, cabeza del cabildo de justicia.

Se les había vuelto extraña hasta la propia tierra. Por generaciones la habían defendido manteniendo acciones de resistencia contra la violencia terrateniente y esgrimiendo en las notarías el título de propiedad que Felipe II, rey de España, les había firmado durante la Colonia. Y ahora esa misma tierra, la Pacha Mama que sus ancestros habían venerado y respetado, estaba envenenada con fumigantes, sembrada de minas, regada con sangre. Había que dar marcha atrás. Quedaba claro que el nuevo camino era una espiral hacia el desastre.

De ahí que el Cabildo Indígena de los ingas, convocado por Chindoy, se planteara la urgencia de volver a los cultivos tradicionales tras arrancar a mano hasta la última amapola. “La gran mayoría de la gente no quería”, dice Chindoy, “alegaban que si se acababa la amapola se iban a morir de hambre, que regresaría la gran pobreza, que los jóvenes se irían lejos a buscar su vida, porque aquí no habría nada para ofrecerles”. Durante un año entero, los integrantes del cabildo debieron conversar con las familias, una por una, hasta lograr que la comunidad se comprometiera en las grandes mingas de la erradicación definitiva." (...)

Navarro era consciente de que la legalización de la droga, como medida mundialmente acatada, sería la única solución para ponerle punto final al problema, porque acabaría con los altos precios de la heroína y por tanto también con el látex, la amapola, los cultivos de amapola, los narcos, los paras y la guerrilla; con la legalización, toda esa barahúnda se derretiría como las nieves de antaño. Pero también sabía que no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que llegara ese día, o sea, el de san Blando, que no tiene cuándo. Debía actuar ahí y ahora, en las condiciones dadas, y montó un plan de desarrollo agrícola con base en la sustitución voluntaria, con dos condiciones que serían a la vez garantías: no fumigantes, y no violencia. (...) (Laura Restrepo: Tiempo de amapolas. Pueblosoberano.net)

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