"La actuación de Jeroen Dijsselbloem como presidente del Eurogrupo está
colmada de toda clase de errores y del más puro sectarismo. Su único
mérito radica en haber sido palmero de Wolfgang Schäuble en su cruzada a
favor de las medidas restrictivas y de ajustes de todo tipo. Pero, en
esta ocasión, se ha pasado tres pueblos.
No ha dudado en insinuar que
los países del Sur gastan las ayudas que reciben de la Unión Europea
(UE) en copas y en mujeres. Lo más patético del tema es que achaca el
exabrupto “a su estilo directo, propio de la cultura calvinista y de la
sinceridad holandesa”.
Flaco favor hace a sus compatriotas holandeses, y
dice mucho del grado de deterioro en el que han caído en la actualidad
los partidos que se hacen llamar socialdemócratas, pero en los que todo
parecido con la verdadera socialdemocracia es mera coincidencia. (...)
La gravedad de las palabras de Jeroen Dijsselbloem estriba en que,
por desgracia, son bastante representativas de lo que piensa una buena
parte de las sociedades del Norte. A los ciudadanos de estos países se
les ha inculcado el mito de que los problemas actuales de la Unión
Monetaria (UM) provienen del despilfarro y de la prodigalidad de los
países del Sur, que han vivido durante años por encima de sus
posibilidades y pretenden ahora que los contribuyentes europeos paguen
sus deudas.
La realidad es muy distinta. La UE y la UM, mediante la libre
circulación de capitales y la inamovilidad del tipo de cambio, han
producido resultados muy desiguales, beneficiando en grado sumo a
Alemania y a algún que otro país pequeño de su órbita, como Holanda, y
perjudicando a todos los demás.
Antes de la creación del euro, la renta
per cápita de estos dos países perdía posiciones respecto a la media
europea, mientras que a partir de la constitución de la UM las gana;
tendencia contraria a la mayoría de los otros miembros de la Eurozona.
En el caso de Holanda existe otro factor adicional, su condición de
cuasi paraíso fiscal, que origina que una buena parte de su prosperidad
obedezca a la competencia desleal que hace en materia fiscal al resto de
los países.
Las actuaciones de las instituciones europeas no solo no están
ayudando a reducir las divergencias económicas, sino que las están
incrementando. Los rescates no brotan de un acto de generosidad ni son
el resultado de la solidaridad de los países del Norte para con los del
Sur; en realidad, constituyen un regalo envenenado, no son más que
préstamos a un tipo de interés en muchos casos bastante oneroso que,
lejos de ayudar al país en cuestión, se orientan a garantizar los
créditos que los bancos alemanes y franceses concedieron de manera un
tanto imprudente y que, de no estar en la UM, los acreedores
recuperarían con pérdidas debido a la devaluación de la moneda.
La única solución lógica para evitar tales desigualdades pasa por el
establecimiento de una verdadera unión económica en todos sus aspectos.
La coherencia exige la creación de una hacienda pública común capaz de
asumir una adecuada función redistributiva entre las regiones, una
verdadera unión fiscal. Sin esa unión fiscal, la UM deviene imposible
porque lo que ahora se está produciendo es una transferencia de fondos
-quizá de cuantía similar- en sentido inverso, transferencia a través
del mercado, opaca y encubierta, pero no por eso menos real.
En contra
de lo que mantiene el señor Jeroen Dijsselbloem, el mantenimiento del
mismo tipo de cambio entre los países del Norte y los del Sur empobrece a
estos y enriquece a aquellos; genera un enorme superávit en la balanza
de pagos del país germánico mientras que en las de las otras naciones se
provoca un déficit insostenible. Se crea empleo en los países
acreedores y se destruye en los deudores.
Desde el inicio se tuvo conciencia de que la UM iba a incrementar las
diferencias entre los países, y ante la falta de unión fiscal se
pretendió sustituirla con el fortalecimiento de los fondos estructurales
y la creación del Fondo de cohesión. Instrumentos totalmente
insuficientes y desde el principio condenados al fracaso al no querer
que el presupuesto de la UE sobrepasase nunca el techo del 1,24% del PIB
global de la Comunidad, cantidad absolutamente ridícula si se compara
con el presupuesto de cualquier Estado, por muy liberal que sea; lo que
es tanto más cierto si se tiene en cuenta que en ese porcentaje están
incluidos los gastos de la burocracia comunitaria y toda la política
agrícola, ganadera y de pesca, que se lleva la parte del león de ese
presupuesto.
No obstante, un montaje propagandístico bien orquestado ha
magnificado las ayudas a todas luces escasas y a años luz de las
transferencias que habrían de producirse si se hubiera constituido una
unión presupuestaria y fiscal. Concretamente en España se ha creado un
auténtico mantra alrededor de los fondos europeos y de la enorme
cantidad de recursos que se han recibido de Europa.
Tal mito se ha
mantenido a base de una política inteligente de la UE que obligaba a
publicitar la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada aunque
fuese parcialmente por dichos fondos, y a una propaganda interior
empeñada en cantar las excelencias de la UE y de lo mucho que nos
estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella.
Nadie, por el contrario, se ha preocupado de explicarnos que buena
parte de esos recursos habían salido antes de España. Los recursos de la
UE no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados
miembros, entre los que se encuentra España.
Los recursos recibidos de
Europa hay que considerarlos por tanto en términos netos, y así tomados
los que ha recibido España no han llegado por término medio anual al 1%
del PIB. Por otra parte, los recursos han podido tener un efecto
secundario negativo.
Eran ayudas finalistas que debían ser invertidas en
determinados objetivos, forzando a los Estados miembros a dedicar una
parte de sus presupuestos a dichas finalidades, no solo por la
contribución realizada a la UE, sino también por la parte de la
inversión o actividad que debía financiar la hacienda pública estatal.
En muchas ocasiones, la elección no ha sido la más acertada.
Eso
explica, por ejemplo, el enorme desarrollo que han experimentado las
infraestructuras, algunas de ellas sin demasiada justificación, en
detrimento de los gastos de protección social. Hay que añadir también
que muchos de esos recursos vienen a compensar -y de forma no demasiado
apropiada- las renuncias que en materia agrícola se han impuesto a
determinadas producciones.
El sistema presupuestario de la Unión es, además, el peor de los
posibles porque, amén de su escasa cuantía, no son los ciudadanos los
que en función de su capacidad económica contribuyen y reciben las
ayudas, sino los Estados, explicitando de forma automática los países
que son receptores y contribuyentes netos.
De esta forma, se da pie al
victimismo, empleado amplia y hábilmente por Alemania y algún otro país
del Norte, cuyos ciudadanos se sienten como paganos (buena prueba de
ello es el exabrupto del presidente del Eurogrupo), cuando la
instrumentación mediante impuestos propios de la Unión tendría un efecto
redistributivo mucho mayor como resultado no de la generosidad de los
países ricos, sino por la aplicación automática de un principio
admitido, al menos en teoría, de forma indiscutible por los sistemas
fiscales de todos los países, la progresividad en los impuestos que
grava a los ciudadanos según sea su renta y de forma más que
proporcional." (Juan Francisco Martín Seco, República.com, 30/03/17)
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